¿Lo ves?



La mano se deslizaba por el vientre camino del pubis. El contacto con aquellos dedos fríos y suaves, que atravesaban el vello a la búsqueda de su zona carnosa, le produjo el deseo irrefrenable de apartarse.

―¿Qué te pasa? ―preguntó él como si no diera crédito al rechazo.   

―Estoy mareada ―Temió que pudiera darse cuenta de que era mentira y decidió sincerarse―. Y, además, estoy un poco triste.

Esperaba que le preguntara por qué para poder decirle que necesitaba que la comprendiera, conseguir que no le exigiera tanto, rogarle que le diera un poquito de amor. En vez de eso, él apretó uno de los muslos para hacerse espacio y, le dijo: 

―Verás qué pronto te quito las penas. 

Sintió la fricción del pene en su interior. Le entraron náuseas.

―Calla, no disimules, en el fondo te gusta.

La frase había sido pronunciada treinta años antes, cuando, borracha y nauseabunda, comenzó a gritar al despertarse bajo el cuerpo de un estudiante de Medicina al que recordaba haber conocido, un par de horas antes, en una fiesta de la facultad.

―Te gusta, te gusta ―repitió enloquecido mientras le tapaba la boca con una mano.

Apretó con los dedos en los carrillos hasta obligarla a formar un círculo con los labios y le metió la lengua gruesa y áspera en la boca. Tuvo el impulso de morderle, pero le dio miedo enfurecerle, así que se limitó a abrir las piernas para intentar mitigar el dolor que le provocaba la fricción del pene en su interior. Aquello excitó todavía más al otro, que echó el torso hacia atrás como electrificado y, después de soltar un gritito agudo, casi femenino, se desinfló sobre sus pechos desnudos.    

―¿Ves como te ha gustado?

En la pregunta no había pizca de complicidad, solo regodeo e insulto, como si fuera algo que podía ser echado en cara. La chica rompió a llorar. Él se separó de ella, las cejas elevadas en un gesto de crispación. 

―Como se lo digas a alguien, le cuento a toda la universidad lo puta que eres ―dijo, decidido a ignorar la mancha de sangre que había en las sábanas sobre las que acababa de quitarle la flor― ¿Entendido?

Ella siguió llorando.

―¿Entendido? ―repitió él con el brazo elevado. 

Asintió en silencio y se tapó los pechos con los brazos. Él, sin embargo, parecía orgulloso de su desnudez y caminaba hacia el otro lado de la habitación sin importarle que el pene se bamboleara, ya indolente, entre los muslos.

―Vete ―Y, sin mirarla, encendió el televisor de diecinueve pulgadas que había sobre la mesa de estudio que ocupaba uno de los frontales del cuarto. Ella se bajó la falda, que se había hecho un gurruño alrededor de su cintura, y buscó con la vista el resto de su ropa. Sólo vio los zapatos, que descansaban sobre el suelo con las gastadísimas suelas mirando hacia el techo.

―No encuentro mi blusa ―dijo más por justificar la permanencia en la habitación que por solicitar su ayuda.

Sin dejar de mirar la pantalla, donde un rapero afroamericano discutía con su estirado tío en la ficción, el chico cogió una camiseta usada de su silla y se la tiró hasta la cama.

―Ponte esta. La tuya está en el coche.

Se imaginó a sí misma tambaleándose borracha por la calle con los pechos colgando a la vista de todos. Sintió una arcada.  

―Hey, cuidado ―El chico por fin se había dignado a mirarla―. No vayas a echar la pota aquí. En el pasillo hay un baño.

Obedeció y salió al pasillo del colegio mayor. Logró controlar las ganas de vomitar y lo atravesó hasta la salida.

Pasó el domingo recluida en la habitación de su residencia, un cuchitril donde se hacinaba con otras cinco estudiantes que entraron y salieron a lo largo del día sin que pareciera importarles el estado físico, y mucho menos psicológico, de una compañera con la que tenían sus tiranteces debido a sus pocas habilidades domésticas y su costumbre de fumar en la habitación. Ella tampoco hizo por dirigirles la palabra. Inmovilizada por las secuelas del alcohol, que habían sacudido sus huesos como lo haría una gripe, y paralizada por la sensación de que había sido marcada por un estigma, permaneció tirada en la cama, de donde sólo se movió para ir al baño.

Al día siguiente, y a pesar de que todavía se sentía (tal vez deseaba) morir, se esforzó en ir a la facultad. Dicho empeño no vino motivado por un carácter excesivamente aplicado; tampoco por el afán de superarse a sí misma; le movía la ansiedad; tenía la necesidad de comprobar que lo que había pasado la noche del sábado era una anécdota que se desvanecería en las cuatro paredes de aquella habitación de colegio mayor sin que nadie más que los dos protagonistas se enteraran. Enseguida se dio cuenta de que se equivocaba. En cuanto salió del metro, vio que, sentado en las escaleras de acceso a la Facultad de Medicina, se encontraba su violador (¿lo llamaba entonces así?), acompañado de un grupo de amigos que comenzaron a reírse estentóreamente según la vieron aparecer.

―¿Te ha pasado algo con esos tíos? ―preguntó Lena, una compañera de clase con la que llevaba seis meses de una amistad que, si no intensa, al menos había sido intensiva. 

Ella permaneció en silencio hasta que, cuando dobló la esquina y perdió de vista al grupo de jóvenes, se confesó entre lágrimas. El brazo de su amiga sobre sus hombros hizo que se fuera serenando y se sintió bendecida por una intimidad que hasta ese momento no había sentido por ninguna mujer. Logró terminar la historia controlando las lágrimas.  

―Esto tiene que servirte de escarmiento ―dijo Lena quitando el brazo como quien se separa de una tía abuela muy pesada―. Cuando bebes, pierdes los papeles. 

Observó cómo Lena entornaba los ojos y arrugaba la nariz con graciosa superioridad. Sintió el deseo de alejarse de ella, pero tuvo miedo de que, al romper la amistad, Lena se viera con la libertad de propagar la historia que le acababa de contar entre los compañeros de facultad.  

―Llevas razón ―dijo, bajando la cabeza en señal de humildad. 

Lena encogió los hombros para hacerle ver que acababa de decir una obviedad y soltó una última frase lapidaria.

―Deberías tener más dignidad.

Treinta años después, cuando intentaba acelerar el orgasmo de su marido con falsos gemidos de placer, las palabras de aquella chica seguían rebotando en su cabeza. Aún así, abrió la boca y se lamió los labios con la lengua como si fuera la protagonista de una película pornográfica.

―¿Ves como te gusta? ―preguntó él fuera de sí― ¿Lo ves?

Sobre mí

Licenciada en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense, su labor como guionista empieza en 2007 para Desaparecida, de Grupo Ganga Producciones. Desde entonces, ha trabajado en series como Guante blanco, Gran Reserva o Fugitiva, entre otras, y actualmente se encuentra escribiendo para la vigésimo segunda temporada de Cuéntame cómo pasó.



Texto: Laura León Varea

Foto: Noëlle Mauri


Un comentario en “Invitada abril 2022: Laura León Varea

  1. Bella Laura,
    Me recuerda mi juventud estudiantil universitaria. Era de locura estudiantil, gozábamos el momento. Ambos vivíamos de fiestas, alcohol y muchas veces la cama en un cuarto. No sé. Tu relato es exacto, 60 décadas atrás. Una escena de lunes de miedo y vergüenza del poder macho, orgulloso como un 🦁 leonés manifestando su masculinidad.
    ? Lo ves?
    Allá vienen, desvergonzadas puta‘ es una denuncia que atribuye a las mujeres cuando se producen acosos sexuales. El alcohol no es un eximente de culpa para el estudiante que abusa, acosa, sexualmente o viola, por parte de la mujer ni es visita blanca para que un hombre abuse.

    No es culpa de una mujer que viste como quiera, tome alcohol, camine por la calle o en una fiesta. El hombre agrede. Y así continúa que el es que la agrede.

    Un relato apasionado de dolor, frustración.
    Muy bien analizado cuando miras el rostro
    marcado por el miedo y el castigo de la sociedad.

    Los labios tiemblan
    Un cuerpo bañado de vergüenza .
    Al igual que yo, macho.
    Tu, nunca vendiste tu virginidad
    solo fuiste una chica Libre.
    Y así siguió la noche,
    enseñándome tu cuerpo,
    y luego pasa,
    No ves,
    tú te lo buscas.
    Te gusto, lo ves.
    Gracias, bella

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