Pequeñas cosas


Plic, plic, plic… resuena en las ventanas, plic, plic, plic, me parece oír a lo lejos… «Recuerda las pequeñas cosas, detente a observar las pequeñas cosas…» Plic, plic, plic… 

No cesaban de resonar esas palabras en mi cabeza. No sabía si venían de fuera o si solo estaba soñando. «Las pequeñas cosas…», esa señora, esa mirada infantil y traviesa encerrada en una cara plagada de arrugas, de risas y sin duda de dilemas, tristezas y enojos… pero ahí estaba, obligándome a abrir los ojos, en todos los sentidos. 

Cuando conseguí enderezarme en el sofá, Dios mío, llevaba demasiadas semanas durmiendo aquí; no era consciente de si era de día o de noche. Estaba en un constante, es casi negro, es casi invierno, es casi noche…  

Ahora viene a mí ese momento. El recuerdo de ese café, de esa mesita que me evocaba a París por su tamaño, diminuto para mí, y que no impidió que esa mujer se sentase a mi lado, para contarme su historia, como excusa para no parar de decirme con su intensa mirada clavada en mí «no olvides las pequeñas cosas» mientras yo apuraba hasta la última y minúscula espumita del café. Aquel café que esperaba pasarlo conmigo misma aunque al destino eso no le pareciese pertinente. 

Intenté levantarme pero estaba enredada en una manta. Ahora que conseguía ver algo mejor me di cuenta que es aquella que cogimos del avión para resguardarnos del aire acondicionado y que tantas veces habíamos compartido en el sofá. 

Me la quité de un manotazo y me acerqué a la ventana, plic, plic, plic… 

Por fin había llegado la anhelada lluvia, lenta, suave pero irremediablemente viva. Pensé en la única planta que tenía en la ventana, me había olvidado tantas veces de ella…, tantas como de mí misma, tantas que no entendía cómo seguía en pie. De todas formas, igual la meto en casa, tanta vida de repente podría matarla, pensé «qué ironía». 

«Las pequeñas cosas, pequeña, recuerda las pequeñas cosas…», mientras dejaba la planta en la cocina a resguardo de la incesante lluvia, no podía parar de sonreír al recordar estas palabras, a mis cuarenta y pico años alguien me llamaba pequeña; claro que para ella podría haber sido incluso hasta su nieta. 

Y me di cuenta que seguía sonriendo, recordando esa mirada, esa sonrisa pícara, y esas palabras que no paraban de repicar en mi cabeza, una y otra vez de forma persistente, como la lluvia en el cristal de la ventana. 

Fui corriendo a cerrar la ventana que había dejado abierta, aunque antes, dejé que las gotas me mojasen el rostro, hasta ahora entumecido por la tristeza y endurecido por la soledad.

«Las pequeñas cosas, frena, respira y observa». 

Respiré y fui directa al armario de la habitación en la que nunca entraba. Coloqué a un lado las cajas que había delante y cogí una bolsa de basura negra y pesada que reposaba en esa balda durante demasiados años y que me había convencido de que ya no existía. Que nunca había existido. 

Me senté en el sofá del que me había liberado hace unos minutos, pero con otro ánimo, con otras ganas. Me dejé templar por la mantita que había perdido su color. 

Acerqué la mesa hasta tocarla con mis rodillas, quité los restos de cena que se habían quedado ahí, como el vaso con las marcas del vino que nunca terminé. 

Una vez que estaba toda la mesa liberada dejé que el contenido de la bolsa se deslizase por ella. 

Y ahí estaban, todos los recuerdos que quería olvidar y que a la vez era incapaz de enterrar y destruir. ¿Cómo era eso que me decía?, detente en las pequeñas cosas….

Me acerqué viendo sin mirar la cantidad de fotos que se desparramaban en la mesa, con sonrisas y ojos vidriosos, con promesas de futuro que se convirtieron en pesadillas del pasado. 

Y al observarlas con más detenimiento, fui consciente de que las miradas no eran como yo las recordaba, empalagosas y con olor a algodón de azúcar, sino de comodidad y de «mejor contigo que con nadie».

Y es cuando lo entendí. Abrí la aplicación de Spotify y puse a todo volumen las canciones que tanto odiaba él y que dejé de escuchar por no molestar. Por fin había recuperado el calor y dejé la manta en el brazo del sofá. 

Tarareando fui bailando hasta la habitación de donde salió la bolsa de basura. Por ahí andaban las únicas cosas que él dejó cuando se fue, una papelera anodina pero irrompible y un mechero con el que encendíamos las velas para celebrar mi cumpleaños, que ya llevaba 3 años sin ser utilizado. 

Lo dejé al lado de la mesa, corrí a la cocina y en la balda más alta encontré una botella que dejamos olvidada para una ocasión especial. 

El mechero seguía cumpliendo su cometido, con una diligencia casi marcial iba quemando las esquinas de aquellas fotos que, ahora que me detenía, respiraba y observaba, me daba cuenta que eran el reflejo de una obra de teatro amateur, que solo entretenía, pero que una vez que se bajaba el telón todo era mentira.

Sobre mí

Soy de la generación del 78. De las que todavía escriben a mano y leen en papel. Me encanta que de pronto una palabra, una imagen, me venga de repente a la mente y a partir de ahí crear una mini historia.

Ya de pequeña, seguramente por ser hija única, creaba cuentos y los escondía entre los libros que iba leyendo. El paso del tiempo me ha sorprendido al encontrarlos, como pequeñas migas de pan que van creando un camino. 

Escribo sin mayor pretensión, salvo la diversión que me produce estar en un café, rodeada de historias y un boli en la mano.

Por cierto, soy Elena, una devoradora de libros y aprendiz de escritora, que navego entre la vergüenza de mostrarme y la satisfacción de que me leas y te guste.



Texto y foto: Elena Sánchez Nuin